De la extensión del ser a la pérdida del sentido
—Ya no nos comunicamos, ahora solo interpretamos.
Estoy cansada. Harta de entrar en una espiral de dopamina instantánea cada que intento socializar. Intentar saber de alguien se vuelve en un viaje de 2 hrs sin llegar jamás al destino. Me pierdo muy fácil. Me distraigo. Responder a un mensaje es el gancho que entorpece mi nado hasta que me canso.
Un mensaje basta y es lo único que me llega, pues llevo años con los globos de notificación desactivados junto con cada notificación irrelevante silenciada para cualquier modo de pantalla. Todo silenciado, todo desactivado, todo lo irrelevante que no es un mensaje en la escasa lista de aplicaciones que conservo no me llega.
No recibo ninguna notificación que no es un mensaje y aún así caigo. Me pierdo.
Atender un correo lo mismo. Me he des-suscrito de casi cualquier lista de correos de la que he podido y, aún así, cuando menos me doy cuenta, ya estoy en un sitio de una aerolínea viendo la promoción de vuelos que no necesito. La aerolínea sabe que existo, todas lo saben, todas quieren platicar conmigo.
Cada remitente me conoce perfectamente, pues he dejado ver a mi algoritmo lo que me atrapa cuando me descuido al responder un mensaje.
Así de fácil juego al juego que jugamos todos. Así de fácil me convierto en una víctima más del capitalismo crudo que abandera la dinámica social posmoderna.
Una dinámica que lejos de conectarme con las personas, me desconecta, me aísla y me exprime para que otros encuentren beneficio de ser parte del sistema. Parte del juego. Soy solo una vista, un like. A veces una compra.
Necesitamos… comunicarnos, ¿verdad?
Si volvemos la vista atrás, el objetivo de las redes sociales siempre fue atender a la necesidad que tenemos por naturaleza de comunicarnos, de vivir en sociedad. Las primeras versiones de las redes que conocemos permitían eso. Pero sólo eso.
Facebook nació para conectar a personas dentro de una misma institución, y el éxito fue tal que conectó a más personas de las que en principio se esperaba. Pronto se volvió la forma de conectar y comunicarnos con quienes en algún momento coincidimos en un determinado contexto de nuestras vidas.
Nos era permitido mostrar nuestra vida tal y como sucedía, compartíamos para socializar y para recordar.
No tardó demasiado en aparecer el Like y fue ahí donde nuestras necesidades comenzaron a evolucionar. De pronto sentimos la necesidad de coleccionar likes y “subir” cada vez más contenido que asegurara un numero mayor de ellos. Lo adoptamos porque estaba ahí, y nosotros estábamos dentro. Sin cuestionarlo desarrollamos la necesidad de validación. De aprobación social. De visibilidad para crecer nuestro número de likes en nuestras publicaciones.
Apareció Instagram y con ello vino la necesidad de comunicar nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. Una plataforma que proporcionaba un espacio para nuestra expresión del yo a través de la lente de una cámara. Solo había que subir fotografías… ¿Qué podía pasar? Nada más allá de querer compartir lo visualmente perfecto. Nada más allá de querer mostrarnos a nosotros mismos como perfectos.
La ilusión de lo perfecto perdió credibilidad en lo social y desarrollamos luego la necesidad de compartir una versión “auténtica”, en un performance constante de nuestras vidas. Todo era “real” o así lo hacíamos parecer y, en algún punto, lo real se volvió rentable.
Los negocios aparecieron y decidieron que la gente real era el mejor medio para vender, y comenzamos a ver personas representando marcas. Personas “influyendo” en la opinión de otras personas y haciendo que compraran cosas.
Lo que una vez fue libre albedrío se convirtió en contenido patrocinado, y las marcas vieron el potencial.
El principio del fin
Con el inicio de la pandemia la sociedad pasó de vivir medianamente inmersa en las redes sociales a vivir una experiencia de conexión 24/7 directa a lo que hubiera en el celular. No podíamos salir, lo que teníamos a la mano era lo que había.
Las circunstancias propiciaron el éxito de lo que parecía ser la nueva propuesta tecnológica en el mundo de las redes sociales: Tiktok.
Su propuesta de video en vertical y un mecanismo que nos mostraba videos random sin interrupción con solo deslizar el pulgar, se volvió el entretenimiento de quienes vivíamos en aislamiento, pero también una forma rápida de ganar visibilidad pues el algoritmo no discriminaba.
Nuestro contenido llegaba a todo el que estuviera usando la aplicación, a todo el que estuviera viendo videos, dondequiera que estuviera. Y de pronto todos hacíamos Tiktoks. Al principio como trends, luego como extensión de nuestra marca personal monetizando nuestro conocimiento e intereses.
Nunca quise adentrarme demasiado en esa nueva promesa para la generación de contenido. Creé mi cuenta para poder apreciar lo que amigos y familiares compartían conmigo pero me mantuve alejada porque sabía que el loop de videos verticales me atrapaba. Nunca imaginé que eso se volvería la norma para las demás redes sociales, ¿qué sentido tendría?
Un nuevo propósito
Las redes que llegaron antes voltearon a ver a Tiktok y su éxito con los videos verticales. La acción de scrollear fue adoptada por casi todas, incluyendo a Snapchat y X. Pero, ¿por qué?
El scrolleo funciona bajo la teoría de Skinner, la intermitencia entre si un video era de tu gusto o difería de tus intereses te mantenía scrolleando hasta volver a encontrar un contenido satisfactorio. La búsqueda constante de la satisfacción te mantiene enganchado y esta se muestra de forma intermitente, sin saber en qué momento aparecerá otra vez.
La intermitencia en el contenido mostrado causa adicción y la adicción retiene al usuario. Entre más tiempo esté retenido el usuario, más anuncios ve, más cosas compra, pero el propósito no se limitó a solo eso.
El algoritmo se mejoró de tal forma que el contenido identificado como satisfactorio cobró relevancia. Instagram recompensaba con vistas al contenido que recibía más atención y sus mismos usuarios se volvieron expertos en la creación de contenido que atrapaba al usuario, contenido que era monetizable. Usuarios alimentando la permanencia, usuarios enganchando a otros usuarios. Todo mientras tú recibías más de aquello a lo que le prestabas tu atención y permanecías distraído.
Las redes sociales no son más un medio de comunicación, sino un espacio que provee un contexto de ti mismo. Un contexto tanto para ti, como para quien te sigue y ve el contenido que te gusta. Nos ahorran el tener que comunicarnos porque ahora solo interpretamos.
Las plataformas dejaron de lado el propósito por el que empezaron y nosotros, sin darnos cuenta, nos convertimos en una sociedad que permanece.
¿Qué sentido tiene?