Considerando los episodios ansiosos que me han acompañado estos días, pensé en que parte del problema podía deberse a la expectativa que genera existir en donde todos pueden verte.
Las redes sociales no nada más están afectando mi atención, sino que se prestan a convertirme en el blanco de la atención de otros. Las estadísticas de mis cuentas revelan que en realidad soy vista. Soy buscada. Pueden verme. Cualquiera.
Un paso en falso no pasaría desapercibido, alguien lo vería. Alguien me vería dándolo.
Y entonces, ahí estaba yo, debatiéndome la eliminación definitiva de mi paso por Instagram. ¿Los beneficios? Tiempo y espacio. Tiempo para hacer y espacio para ser.
Desactivé una de mis cuentas. No era yo, era la de mi proyecto que retomaba su curso después de un par de años. Prestarle atención a su presencia en Instagram me quitaba tiempo y enfoque para continuar desarrollando lo esencial del proyecto. Desactivada quedó, al menos hasta terminar lo que deja, sin dedicarle mi atención a lo que solo distrae. Mi cuenta personal en esta ocasión se salvó.
Apelando a aquella paradoja filosófica del árbol que cae en medio del bosque, en la que se plantea que, si nadie está presente para escucharlo, nadie puede realmente saber si hace ruido al caer… Me pongo a pensar que esto es igualmente válido al revés: cuando vives fuera de la esfera social digital. Ir contra corriente es no formar parte de, es no ser visto ni oído. Si no tengo presencia, no estoy. Si no estoy, ¿quién asegura que existo?
Conozco personas que viven sin preocupaciones fuera del ruido de las redes sociales. Me gusta decir que son un secreto a voces.
Personas que entendieron que aparecer no es algo necesario.
Pero bueno, regreso a los beneficios: tiempo y espacio.
Dejar de existir en un mundo en el que aparecer es prueba de vida, no es algo que me detenía. Los años que pasé acompañada de mi presencia en internet, probablemente, sí.
Diez años han pasado desde que abrí mi cuenta de Instagram.
Diez años en los que participé en esta nueva dinámica social que sólo a los fundadores, y ahora a creadores, beneficia. Viéndolo desde el inicio hasta el final del túnel, esto es así.
Me invade el apego de sólo pensar que estoy renunciando a lo que una vez, o varias, consideré lo más importante: ponerlo en mi perfil.
Media vida compartiendo con Instagram lo que era, lo que fui y lo que viví. Hoy en mi intento por liberar a mi yo de 27 años que, con ansiedad, le presta atención a la mejor cara del mundo, decidí eliminar mi cuenta personal.
No será hoy, y quizás no mañana. Al final del día la atención tiene sus ventajas. Escritores modernos reconocidos me recordaron que hay que ser visto para ser leído y, mientras no suceda al revés, seguirán encontrándome en ese lugar.
Hoy dejo de compartir mi vida, pero no mi creación.